EL ÉXITO
Batió fuertemente sus alas en la
oscuridad de la noche, y entró a contraviento a través de aquella ventana bien iluminada.
Pero una vez dentro las corrientes de aire enclaustrado se le antojaban
anárquicas, así que se limitó a revolotear sin rumbo intentando hacerse con los
mandos del vuelo hasta que, agotada, se posó en unas cortinas.
No era más que una polilla.
Velluda, de tonos grisáceos, alas burdas y carentes de ningún atractivo. Una
polilla como tantas otras. Un feo animal a ojos humanos. Un incómodo huésped
dentro de una casa a la que nadie había invitado.
Una pieza hermosa y única entre
las de su especie.
Observando a su alrededor, cayó
en la cuenta de que no se encontraba sola. Algunos insectos planeaban en la
periferia, ajenos a su figura. La mayoría hacía zigzagueantes caminos. Otros
parecían dar largos saltos para volver de nuevo al techo. Los últimos seguían
trayectorias elípticas sin aparente estrategia.
Y, en el centro de todos ellos,
aquel Dios dorado, un Sol brillante y hermoso, aquella magnífica muestra de
hermosura que atraía inusitadamente su atención por encima de todas las otras
cosas que en su corta vida había podido observar.
La lámpara emitía un asfixiante
calor que obnubilaba por completo sus sentidos, la misma poderosa atracción que
parecía dominar a sus compañeros de habitación.
Entonces quiso hacerla suya.
Se acercó penosamente a aquel
Dios falso y planeó a su alrededor durante largo tiempo, impregnándose de su majestuosidad,
pletórica de felicidad, ansiosa de deseo. Al poco venció su miedo y se aventuró
a tocarla, y aunque el tacto le producía un terrible y abrasador dolor a sus
alas y patas, no pudo ya dejar de rodearla.
Pero poco le duró aquella sensación
de gloria pues sintió al momento un profundo miedo a que aquel brillo le fuese
arrebatado. Profiriendo tambaleantes vuelos, intentó asustar a todos los demás
animales que pretendían acercarse a ella. Pero cuanto más empeño ponía en
hacerles huir, más rodeado de insectos se hallaba la luz, ofreciéndosele
imposible la tarea de aislarla de la influencia de aquellas criaturas.
Enloquecida de dolor, la polilla
se lanzó de frente contra la lámpara dando fuertes golpes que sacudían todo su
cuerpo. Las quemaduras agujereaban sus alas. Las embestidas nublaban su mente.
Apenas podía pensar en otra cosa que no fuera arremeter una y otra vez bajo un
propósito perdido, contemplando aterrorizada a todos aquellos despreciables
bichos rodeando su Diosa.
Y cuando parecía que la última
embestida le haría fenecer de locura, la luz simplemente se apagó.
Al principio la polilla quedó
profundamente perdida. No sabía cómo actuar, ni qué hacer. Llevaba un largo
rato ofuscada en realizar una tarea imposible e idiota, pero no había podido
razonar con claridad hasta que aquel esplendor se había extinguido.
Con la objetividad de la
distancia pensó entonces en aquella luz.
Y no le pareció gran cosa.
Había cientos de farolillos
colgados de cualquier lado al que se arrimase. Todo el exterior estaba poblado
de luces tanto o más hermosas que aquella. Su brillo ni siquiera podía equipararse
al de aquellas bombillas de Navidad llenas de colores que iluminaban la noche
allí fuera.
Y de repente la luz volvió, y con
ella la locura por abrazarla.
Porque aquella bombilla tenía un
valor adicional que ningún otro candil podía ofrecer, el que la propia polilla
le dio al querer hacerla suya.
En ese momento supo que toda su
vida servía a un único propósito, que viviría con terribles quemaduras y la
certeza de la conquista, o moriría achicharrada.
Mientras, alargando la mano desde
el sofá, una chica apagaba y encendía el interruptor de la luz riéndose de
aquella estúpida mariposa nocturna. No comprendía como aquel inmundo bicho
podía ser tan estúpido. Se carcajeaba. Y lo hacía porque no sabía que, en algún
otro lugar, alguien en ese momento estaba encendiendo y apagando el interruptor
de la bombilla de aquella muchacha.