Aquel día, como los anteriores,
Stan abandonó su hogar construido en un agujero excavado en el suelo entre
rocas, dejando en casa a su amada. Como rana que era, avanzó a través de la
zona fangosa en los alrededores con grandes saltos, silbando una divertida
melodía. A su espalda portaba una pequeña cesta construida con ramas, que su
mujer había trenzado con esas bonitas patas palmeadas que tanto le
caracterizaban. No era una cesta muy buena, todo sea dicho, pues ella nunca fue
demasiado habilidosa, pero la había hecho para él, y por ello la llevaba con
orgullo.
Para encontrar lo que quería,
Stan tendría que recorrer largo camino. Atravesó el pantano chapoteando en el
barro, siempre con la cancioncita en la cabeza, hasta que alguien llamó su
atención. "Stan, amigo", le habló un sapo en su marcha "¿Qué tal
estás? ¿Te encuentras mejor?". "¡Mucho mejor, George, gracias por
preguntar! Perdona que no pare a charlar pero tengo mucho que hacer, he de ir lejos
a recoger comida para mi chica." contestó sin aminorar la marcha, y
continuó en sus brincos despidiéndose con la mano.
El sapo le observó partir, bajando
la cabeza entristecido.
Internándose en un tramo de
bosque, Stan de repente tropezó y cayó al suelo en medio del salto. Aunque no
quería reconocerlo, el agudo dolor habitual de sus ancas comenzaba de nuevo a
hacerse denotar. "¡Vamos!" se dijo a sí mismo poniéndose de nuevo en
pie "eso no es nada." Retomó la marcha escondiendo una expresión de
dolor, mientras entablaba una charla mental. "Además, hacer caso a lo que
me aconsejaron no serviría de nada. Bien podría buscar alimento cerca de la
charca, claro, pero a ella no le gusta la comida que hay allí. No se la come. Y
si no pudo hacerla feliz, ¿qué sentido tiene mi vida?".
En esas cavilaciones se
encontraba cuando, de repente, encontró unas bayas rojas dispersas por el
suelo. "¡Qué suerte la mía!" se jactó con una sonrisa. "¡Pero si
son preciosas! Apuesto a que ella encuentra alguna manera de utilizarlas para
decorar la casa. Mira que color tan llamativo, ¡seguro que le encantan!". Así
que se propuso rellenar parte de la cesta con algunas bayas caídas. Sin
embargo, cuando volvió a colocarse la cesta en la grupa, se dio cuenta de lo
mucho que pesaban. "No importa" se dijo "merece la pena sólo por
observar los preciosas arruguillas que se reflejarán en su sonrisa cuando las
vea". Y así, cojeando a causa del dolor y aplastado por el peso de las
bayas, Stan retomó el camino silbando alegremente.
Absorto en su búsqueda se
encontraba cuando de repente alguien le llamó de nuevo. A escasos metros, una
lagartija amiga suya gritaba a grandes voces su nombre. "¡Stan! ¡Stan!
¿Qué haces por aquí?" Utilizándolo como excusa para descansar las
doloridas ancas, se paró a su lado y le respondió efusivamente. "¡Bill,
viejo amigo, me alegro de verte!". La lagartija le observó con ojos
acusadores y con un suspiro contestó "¿Qué haces por aquí Stan? ¿Por qué
te estás haciendo esto?". La rana hizo caso omiso al comentario y,
palmeando la espalda de Bill, le dedicó una enorme sonrisa "Tengo mucho
que hacer, compañero, ojalá pudiese quedarme a charlar contigo".
"¡Espera Stan!" le gritó, pero la rana ya se había marchado.
Hacía rato que tan sólo podía
emitir pequeños saltos cortos a causa del dolor. Su alegre silbido era
interrumpido, sin poderle evitar, por quejidos inconscientes cada vez que el
salto le llevaba de nuevo a tierra. En cuanto avanzaba unos pocos metros tenía
que parar a retomar fuerzas y, cada vez que lo hacía, volver a saltar de nuevo
se le antojaba imposible. Sin embargo, el ahínco y esfuerzo del animal le
obligaban a seguir adelante. Y así lo hizo hasta que una nueva charca apareció
ante sus ojos saltones.
"Al fin hemos llegado".
Stan recorrió aún largo trecho internándose
en la charca. "Los gusanos de la orilla no le gustan" se dijo
"¡Pero estos del interior le resultarán suculentos!".
Y allí pasó Stan largo tiempo
seleccionando distintos anélidos e insectos, cribando entre todos ellos los que
parecían más suculentos, sin querer probar bocado hasta que llegase a casa y
pudiera compartirlos.
El camino de regreso al hogar fue
realmente penoso para la rana. El peso en la grupa le hacía trastabillar
continuamente, y apenas sentía las ancas de lo doloridas que estaban. Tan sólo
obcecado en la idea de llegar a casa y verla, transformó su viaje en una
auténtica pesadilla moviéndose sólo por inercia, de forma automática. Como
mantra, Stan se repetía una y otra vez "Merecerá la pena, esta vez
merecerá la pena".
Al fin, cuando el Sol estaba a
punto de esconderse, llegó la rana a su hogar con un enorme alivio. Se internó
en el agujero ignorando el mal olor, y dejó en el suelo la cesta que tanto le
había costado traer, al lado de unas arrugadas pasas de color oscuro que había allí
apiladas. "¡Cariño!" gritó a viva voz "¡Ya he vuelto!". Ella
le respondió con una silenciosa sonrisa, tumbada en la cama. "¿A que no
sabes lo que traje esta vez? ¡Bayas rojas!. ¿Verdad que son hermosas? Las
dejaré aquí junto a la puerta, al lado de las otras. Seguro que eres capaz de
hacer algo bonito con ellas. Y mira, también he traído buena comida. No como la
de ayer, ésta seguro que te encanta. He cogido sólo los gusanos más grandes, y
los insectos de pinta más jugosa. Me ha costado mucho encontrarlos pero...
bueno, ya sabes que haría cualquier cosa por ti, mi vida. Vamos,
pruébalos."
Stan se acercó a su mujer y,
abriéndole la boca, introdujo en ella algunos de los manjares más sabrosos.
Tuvo que ser él quien lo hiciese,
dado que ella llevaba unos meses muerta.
Moscas y gusanos de anteriores
banquetes intentaron salir a través de la comisura de su boca mientras Stan se
empeñaba en alimentarla. Algunos otros hacía tiempo que habían atravesado su
piel para salir al exterior, y los más simplemente devoraban el cadáver desde
dentro, expulsando a través de pústulas y agujeros en la piel todo tipo de
líquidos internos del animal.
Stan se apenó un poco al
descubrir que tampoco los bichos de aquel día eran de su agrado. Pero no
desesperó "Vaya, lo siento mucho mi vida. Mañana iré un poco más lejos.
Intentaré conseguirte un auténtico festín propio de reyes. Lamento mucho no
haberlo podido hacer mejor hoy. Pero no ha sido en vano, cuando tengas tiempo
para colocar todos esos frutos que siempre te traigo, la casa quedará tan
bonita que será la envidia del vecindario". Y, silbando alegremente la
canción que ella le había enseñado, colocó en el suelo las bayas y en el
estante la cesta de su espalda.
Entonces se metió en la cama,
abrazó el podrido trozo de carne agusanada que una vez había amado, y lloró
amargamente hasta que se quedó dormido.
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