Calcetas era una gata persa de color parduzco. Su aspecto era
especialmente gracioso, dado que sus patas, al contrario del resto del cuerpo,
lucían un pelaje abundante de color blanco. Cuando tenía hambre, la pequeña
gata de apenas un año de vida maullaba de una forma muy peculiar, que enseguida
atraía la atención de sus dueños. Ellos, una pareja casada de mediana edad,
atendían todas y cada una de las necesidades de la gata como si de una
auténtica hija se tratase. Vivían casi como esclavos del animal, limpiando su
arenero cada poco tiempo, reponiendo su provisión de agua, ofreciéndole chucherías
mininas y regalándole ratones de juguete con cascabeles atados y rascadores
enormes sobre los que subirse.
Calcetas no tenía nada de lo que poder quejarse.
Pero tampoco sentía gran aprecio por sus dueños.
Un día, la gata encontró una ventana abierta mientras la mujer de la
casa hacía la comida. Efectuando un
sencillo salto, la pequeña gata huyó sin que nadie reparara en ella hasta el
cabo de unas horas. Extrañados por el silencio, la pareja comenzó a llamarla insistentemente
por su nombre, precedido de un "misi-misi" que siempre utilizaban
cuando se dirigían a ella. Pero por aquel entonces Calcetas ya había recorrido
gran parte del vecindario, e investigaba por entre los callejones lo que la
vida del exterior le ofrecía.
Lo primero que tuvo que reconocer la gata es que el suelo allí fuera
era mucho más duro. Las blandas almohadillas de sus refinadas patas se
resentían después de llevar unas horas de caminata. Y allí fuera todo estaba
muy sucio, tenía que parar cada poco tiempo a lamerse las zarpas, molesta por
el color negruzco que iban adquiriendo. Sin embargo, siendo todo aquello una
nueva experiencia para ella, se sentía instigada a seguir investigándolo todo.
Libre al fin de su prisión hogareña, la gata recorrió varios kilómetros
abstraída en su viaje.
Hasta que se hizo de noche.
Al caer la oscuridad, Calcetas comenzó a sentir hambre. No le costó
mucho encontrar algo decente rebuscando entre los cubos de la basura, aunque
sin duda la aburrida comida que le ofrecían en casa se le antojaba un manjar en
comparación a esta. Y así, mal que bien, Calcetas se valió por sí misma durante
unos días, en los que ni tan siquiera pensó una sola vez en volver por casa.
Hasta que se encontró fortuitamente con otros gatos.
Era un grupo de cinco felinos nacidos en la calle, hijos de gatos
abandonados a su suerte durante varias generaciones. En cuanto la vieron pasar
con sus ínfulas hogareñas, su mullido pelaje, no demasiado sucio en
comparación, y sus torpes patas acostumbradas al suelo de interior, los gatos
comenzaron a perseguirla. Asustada, Calcetas primero les miró de reojo, después
aceleró el paso y finalmente intentó escapar a toda prisa trepando por las
rejas de una casa abandonada.
Pero por supuesto le dieron caza.
Aquel grupo de gatos atrapó a Calcetas y por medio de mordiscos y arañazos
la subyugó a su voluntad. Durante varios días, y por pura diversión, abusaron
de ella tanto sexual como psicológicamente. A menudo desaparecían,
escondiéndose a los torpes ojos de la gata que nunca había tenido que sobrevivir
en la oscuridad más absoluta, y le hacían creer que era libre de nuevo.
Tan sólo para arremeter de nuevo con furia contra ella cuando
finalmente planeaba el escape.
En otras ocasiones le traían de comer pescado en descomposición y todo
tipo de inmundicias, que hacían que la gata pasase el día vomitando prácticamente
incapaz de moverse.
A veces simplemente se sentaban a escucharla llorar, imitando sus
maullidos a modo de mofa.
Aunque la mayor parte del tiempo se limitaban a aterrarla con su simple
presencia, observándola, inmutables.
Al cabo de un par de semanas Calcetas despertó y, como tantas otras
veces, se encontró sola, con la falsa impresión de poderse escapar. Esta vez,
sin embargo, pese al terror inicial, descubrió que nadie la seguía. Bien es
sabido que los gatos pronto pierden interés por cualquier juguete nuevo. Así
que, al parecer, los cinco felinos simplemente se habían ido.
Calcetas salió de la casa abandonada, y pasó unos días asustada de su
propia sombra. Apenas se atrevía a comer nada por si acaso los cinco gatos
andaban cerca depredándola. Hacía trayectos cortos desde una salida del
callejón a la contigua, siempre pegada a los muros, por lo que pudiera pasar.
Sin embargo, Calcetas nunca más volvió a saber de aquellos cinco gatos.
Cuando se hubo recuperado de salud, puso rumbo de nuevo a casa. Le
costó encontrar el camino, pues ya casi había olvidado aquel olor tan
característico que la envolvía. Le tomó una semana más dar con ella, pero
finalmente una noche de hermosa Luna llena trepó por el alfeizar de la ventana
que una vez usó para escapar, y se internó en la habitación de sus dueños.
Allí estaban ambos, dormidos, agitándose entre sueños. No se habían
desprendido del arenero donde debía hacer sus necesidades, y cuencos de comida
fresca se agolpaban a un lado del cuarto, por si acaso regresaba.
Así que Calcetas trepó hasta la cama, les observó durante largo rato, y
emitió aquel maullido suyo tan característico para cuando tenía alguna
necesidad.
Y acto seguido les asesinó uno por uno.
Abrazándose con todas sus fuerzas a la cara de su dueña, la gata permaneció
agarrada a ella mientras la mujer daba amplios manotazos intentando desesperadamente
tragar aire sin imaginarse qué le podía estar ocurriendo. Al cabo de unos pocos
minutos, se desplomó inerte. Después, hizo lo propio con su dueño, que no había
sido alertado en su profundo sueño. Esta vez encontró un poco más de
resistencia, pues con el último aliento el hombre agarró su blando cuerpo
fuertemente intentando desprenderse de ella. En vano, pues finalmente fue
Calcetas quien salió victoriosa.
Efectuado el asesinato, Calcetas les miró con desprecio en los ojos.
Habían sido ellos los culpables de su torpeza, holgazanería y debilidad. Nunca
le habían enseñado a enfrentarse al mundo. Eran, a su modo, culpables de su
tormento.
Y por ello fueron juzgados y sentenciados.
1 comentario:
Recién conocí tu trabajo y me encanto, muy buen escritor felicidades
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