jueves, julio 11, 2013

Polilla Albina

Tengo que contaros algo que me acaba de pasar:

Estaba tranquilamente en mi cuarto, cuando de repente ha entrado una polilla por la ventana. Al acercárseme en vuelo, la he apartado con la mano, y se ha posado en la puerta. Sin embargo, cuando al rato he dirigido mi mirada allí para echarle un vistazo, me he dado cuenta de que no era una polilla como las demás, sino que era una polilla albina. No sé si una mutación del tipo de polilla común, o simplemente un tipo de polilla de color níveo que hasta ahora no conocía. Tanto da, el caso es que ha permanecido ahí, parada en el dintel, sin moverse un ápice, expectante.

Y yo al instante he deseado su muerte. Por ser un bicho asqueroso como todos los demás que entran volando a mi cuarto gracias a todo este pegajoso calor, por ser un intruso en este habitáculo, alguien nunca invitado.

Pero cuantas más ganas tenía de matarla, más hermosa me parecía. Y acercándome despacio a ella, me he dado cuenta de que no huía, ni se agitaba. 

No me tenía miedo. 

He posado la mano a su lado, incluso he hecho cuenco encima de ella. Pero la polilla no se ha movido lo más mínimo.

Así que la he mirado directamente a los ojos, y he creído ver en ellos que jugaba con mi mente, que me estaba desafiando, que no me tenía miedo.

Pero cuando ya estaba dispuesto a darle un manotazo, he visto un destello de algo más en ella.

No se trataba de desafío. Esa polilla albina, ese precioso monstruo mutante, me amaba pese a todo.

Y me ofrecía su perdón.

La mesiánica polilla comprendía perfectamente que a mis ojos era una aberración indeseable, y se sacrificaba ante mí, perdonándome por ello. Podía escuchar perfectamente en mi cabeza su voz aflautada diciendo "Sé que soy un bicho repugnante para ti, y que deseas mi muerte. No te juzgo por ello. Te comprendo. Y te perdono".

Así que con lágrimas en los ojos, la maté. Asesiné a aquella polilla albina, y abarqué con la mirada el recorrido de sus níveas alas cayendo lentamente sobre el suelo. Observé su cuerpo aplastado contra la palma de mi mano. Lloré amargamente su pérdida. 

Y devoré su cadáver.

Me lo metí en la boca, lo mastique, lo trituré con mis incisivos y me tragué aquel divino cuerpo. 

Y entonces, y sólo entonces, me senté en el suelo abrazando mis propias rodillas, me mecí musitando el sagrado nombre de aquel que no puede ser mencionado, y esperé pacientemente a que el unicornio perlado de cola flamígera apareciese por la ventana sonriendo, sosteniendo con el cuerno un bote de vaselina.