lunes, diciembre 17, 2012

ANCAS DOLORIDAS


Aquel día, como los anteriores, Stan abandonó su hogar construido en un agujero excavado en el suelo entre rocas, dejando en casa a su amada. Como rana que era, avanzó a través de la zona fangosa en los alrededores con grandes saltos, silbando una divertida melodía. A su espalda portaba una pequeña cesta construida con ramas, que su mujer había trenzado con esas bonitas patas palmeadas que tanto le caracterizaban. No era una cesta muy buena, todo sea dicho, pues ella nunca fue demasiado habilidosa, pero la había hecho para él, y por ello la llevaba con orgullo.

Para encontrar lo que quería, Stan tendría que recorrer largo camino. Atravesó el pantano chapoteando en el barro, siempre con la cancioncita en la cabeza, hasta que alguien llamó su atención. "Stan, amigo", le habló un sapo en su marcha "¿Qué tal estás? ¿Te encuentras mejor?". "¡Mucho mejor, George, gracias por preguntar! Perdona que no pare a charlar pero tengo mucho que hacer, he de ir lejos a recoger comida para mi chica." contestó sin aminorar la marcha, y continuó en sus brincos despidiéndose con la mano.
El sapo le observó partir, bajando la cabeza entristecido.

Internándose en un tramo de bosque, Stan de repente tropezó y cayó al suelo en medio del salto. Aunque no quería reconocerlo, el agudo dolor habitual de sus ancas comenzaba de nuevo a hacerse denotar. "¡Vamos!" se dijo a sí mismo poniéndose de nuevo en pie "eso no es nada." Retomó la marcha escondiendo una expresión de dolor, mientras entablaba una charla mental. "Además, hacer caso a lo que me aconsejaron no serviría de nada. Bien podría buscar alimento cerca de la charca, claro, pero a ella no le gusta la comida que hay allí. No se la come. Y si no pudo hacerla feliz, ¿qué sentido tiene mi vida?".

En esas cavilaciones se encontraba cuando, de repente, encontró unas bayas rojas dispersas por el suelo. "¡Qué suerte la mía!" se jactó con una sonrisa. "¡Pero si son preciosas! Apuesto a que ella encuentra alguna manera de utilizarlas para decorar la casa. Mira que color tan llamativo, ¡seguro que le encantan!". Así que se propuso rellenar parte de la cesta con algunas bayas caídas. Sin embargo, cuando volvió a colocarse la cesta en la grupa, se dio cuenta de lo mucho que pesaban. "No importa" se dijo "merece la pena sólo por observar los preciosas arruguillas que se reflejarán en su sonrisa cuando las vea". Y así, cojeando a causa del dolor y aplastado por el peso de las bayas, Stan retomó el camino silbando alegremente.

Absorto en su búsqueda se encontraba cuando de repente alguien le llamó de nuevo. A escasos metros, una lagartija amiga suya gritaba a grandes voces su nombre. "¡Stan! ¡Stan! ¿Qué haces por aquí?" Utilizándolo como excusa para descansar las doloridas ancas, se paró a su lado y le respondió efusivamente. "¡Bill, viejo amigo, me alegro de verte!". La lagartija le observó con ojos acusadores y con un suspiro contestó "¿Qué haces por aquí Stan? ¿Por qué te estás haciendo esto?". La rana hizo caso omiso al comentario y, palmeando la espalda de Bill, le dedicó una enorme sonrisa "Tengo mucho que hacer, compañero, ojalá pudiese quedarme a charlar contigo". "¡Espera Stan!" le gritó, pero la rana ya se había marchado.

Hacía rato que tan sólo podía emitir pequeños saltos cortos a causa del dolor. Su alegre silbido era interrumpido, sin poderle evitar, por quejidos inconscientes cada vez que el salto le llevaba de nuevo a tierra. En cuanto avanzaba unos pocos metros tenía que parar a retomar fuerzas y, cada vez que lo hacía, volver a saltar de nuevo se le antojaba imposible. Sin embargo, el ahínco y esfuerzo del animal le obligaban a seguir adelante. Y así lo hizo hasta que una nueva charca apareció ante sus ojos saltones.

"Al fin hemos llegado".

Stan recorrió aún largo trecho internándose en la charca. "Los gusanos de la orilla no le gustan" se dijo "¡Pero estos del interior le resultarán suculentos!".

Y allí pasó Stan largo tiempo seleccionando distintos anélidos e insectos, cribando entre todos ellos los que parecían más suculentos, sin querer probar bocado hasta que llegase a casa y pudiera compartirlos.

El camino de regreso al hogar fue realmente penoso para la rana. El peso en la grupa le hacía trastabillar continuamente, y apenas sentía las ancas de lo doloridas que estaban. Tan sólo obcecado en la idea de llegar a casa y verla, transformó su viaje en una auténtica pesadilla moviéndose sólo por inercia, de forma automática. Como mantra, Stan se repetía una y otra vez "Merecerá la pena, esta vez merecerá la pena".

Al fin, cuando el Sol estaba a punto de esconderse, llegó la rana a su hogar con un enorme alivio. Se internó en el agujero ignorando el mal olor, y dejó en el suelo la cesta que tanto le había costado traer, al lado de unas arrugadas pasas de color oscuro que había allí apiladas. "¡Cariño!" gritó a viva voz "¡Ya he vuelto!". Ella le respondió con una silenciosa sonrisa, tumbada en la cama. "¿A que no sabes lo que traje esta vez? ¡Bayas rojas!. ¿Verdad que son hermosas? Las dejaré aquí junto a la puerta, al lado de las otras. Seguro que eres capaz de hacer algo bonito con ellas. Y mira, también he traído buena comida. No como la de ayer, ésta seguro que te encanta. He cogido sólo los gusanos más grandes, y los insectos de pinta más jugosa. Me ha costado mucho encontrarlos pero... bueno, ya sabes que haría cualquier cosa por ti, mi vida. Vamos, pruébalos."

Stan se acercó a su mujer y, abriéndole la boca, introdujo en ella algunos de los manjares más sabrosos.
Tuvo que ser él quien lo hiciese, dado que ella llevaba unos meses muerta.

Moscas y gusanos de anteriores banquetes intentaron salir a través de la comisura de su boca mientras Stan se empeñaba en alimentarla. Algunos otros hacía tiempo que habían atravesado su piel para salir al exterior, y los más simplemente devoraban el cadáver desde dentro, expulsando a través de pústulas y agujeros en la piel todo tipo de líquidos internos del animal.

Stan se apenó un poco al descubrir que tampoco los bichos de aquel día eran de su agrado. Pero no desesperó "Vaya, lo siento mucho mi vida. Mañana iré un poco más lejos. Intentaré conseguirte un auténtico festín propio de reyes. Lamento mucho no haberlo podido hacer mejor hoy. Pero no ha sido en vano, cuando tengas tiempo para colocar todos esos frutos que siempre te traigo, la casa quedará tan bonita que será la envidia del vecindario". Y, silbando alegremente la canción que ella le había enseñado, colocó en el suelo las bayas y en el estante la cesta de su espalda.

Entonces se metió en la cama, abrazó el podrido trozo de carne agusanada que una vez había amado, y lloró amargamente hasta que se quedó dormido.


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